Un camión se está llevando la casa de la tía Ilia


Yo lo vi con estos ojos miopes que algún día se los ha de comer la tierra, mis cheis. Un carro enorme de color azul se estaba llevando la casa de nuestra tía Ilia. Lo vi con estos ojos que algún día la vieron llena de vida, de locuras de niños y de toda esa pasión desenfrenada de la adolescencia. El carro que se la llevaba había bloqueado la segunda cuadra de la calle Bolívar para que nadie lo viera y para que nadie dijera: “oigan, salvajes, dejen esa casa en su sitio que tiene historia”. Porque tiene historia, mis cheis, la de la tía Ilia, la de su familia que es como la nuestra y la de nosotros, los eternos invasores, el manchón que se metía a los cuartos y hasta a la cocina, bien orondos y confianzudos. ¡Cuánta paciencia la de la tía Ilia!, educadora las veinticuatro horas del día. Suerte la 

nuestra de haber tenido una tía de cariño que se preocupaba de todos. No era una tía biológica, no era un miembro de nuestra familia; la tía Ilia era una amiga mayor que enseñaba, era una vecina que acogía, una maestra que nos recordaba las comas y los puntos de cómo teníamos que andar por el mundo.

¿Se acuerdan cuando me dio lecciones de cómo tratar a una mujer? Pucha, qué miedo, pensé que me rajaría a golpes como se enseñaba en esa época. Yo había discutido con su hija mayor, la Mónica de la Ilia, y nos habíamos agarrado a trompadas. Esa churre caminaba y hablaba como pituca piurana, tan rica ella desde niñita cuando movía las caderas bien bonito, pero tenía sangre de chola porteña la churre, y con un genio terrible que hasta arañaba como gata techera. Me defendí pues, como pude, pero ella corrió a decirle a su mamá que yo le había pegado. Mentira, mis cheis. Yo nunca le pegué a esa churre bandida ni a ninguna de ustedes, porque yo a esa edad a todas las amaba en silencio. “Churre pa’ cojudo”, me decía mi abuela. “Chupetéatelas a todas”, me gritaba. Pero éramos de la primaria, chiquititos y medio cojudos todos en esa época.

Igual la tía Ilia me cuadró y me dio la lección de mi vida. Para mi bien, decía, mientras yo lloraba desconsoladamente sintiéndome un mal hombre a los ocho años de edad. Lo bueno que me dijo que no se lo diría a mi madre que, más que seguro, me la sacaría con gusto; porque mi madre cuando pegaba marcaba no el cuerpo, sino el alma, mis cheis.

Después de esa terapia gratuita de la tía Ilia me volví más hombre que nunca; más macho que nadie porque entendí que a una mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa; aunque te arañe, aunque te joda, aunque se vuelva más antipática que fujimorista en campaña.

¿Qué habrá sentido el señor que se llevaba esa casa en su camión? Para él solo eran escombros de una casa vieja que días antes amenazaba con romper los automóviles que se cuadraban en su frontera. Para nosotros, mis cheis, la casa era nuestro club, nuestra discoteca, nuestra sala de estar y hasta nuestro grifo para recargar fuerzas con agua o alguna fruta que le robamos a la tía Ilia. Si supiera mi tía Ilia que hasta la leche de su hijo Paul tomé un día que no me vieron.

¿Se acuerdan cuando aprendieron a llorar en mancha, mis cheis? ¡Ja, ja, ja!, qué cojudas se veían llorando mientras escuchaban a Franco de Vita: “Sin embargo recuerda que yo estaré aquí en el mismo lugar y si solo tienes ganas de hablar con gusto escucharé” ¡Ja, ja, ja!, eran unas churres de trece años, ni siquiera sabían qué era el amor, con las justas habían chapado con su mano para practicar si dejaban o no las babas, pero ya lloraban como si las hubiesen dejado plantadas, como si les hubiesen roto el alma. Ay, mujeres, mujeres…, y nosotros bien trompudos viéndolas desde la calle, celosos de Franco de Vita, o porque no lloraban por nosotros.

¿Y los tonos con luces de colores? ¡Carajo!, cómo desperdicié esos años, mis cheis; es que yo era bien lenteja, y me daba vergüenza bailar esos ritmos en inglés que ni el día de hoy entiendo. Ahora me vieran, mis cheis, mis nuevos amigos me tienen que agarrar porque me traigo abajo las decoraciones.

Pero ahí estaba el camión azul llevándose nuestra casa, sí, nuestra casa, la que nos conocía de pies a cabeza desde que éramos unos churres sin zapatos, sin polos, pero que no faltaba un trompo y unas cuántas canicas para ser felices. Creo que no solo fuimos afortunados, sino que lo merecíamos.

¿Se acuerdan cuando empapelamos la puerta de la casa con un afiche? Cuánta maldad, mis cheis, ya no éramos tan churres, ya éramos del club náutico del club Liberal; eso sí que fue traición al amanecer. Cada vez que pasaba recordaba esa pendejada e imaginaba a mi tía Ilia abriendo la puerta y escuchando el ruido del papel con harto engrudo despegándose. ¡Qué habría sentido!, que la casa se le venía abajo de repente. Perdón, tía Ilia, te juro que no fui yo, fue teté, pégale, pégale que ese fue.

Yo solo sé, mis cheis, que esa segunda cuadra del jirón Bolívar nunca volvió a ser la misma sin nosotros; ahora menos sin la casa de la tía Ilia. Así tampoco nuestro puerto será el mismo cuando se lleven las demás casas, y es solo cuestión de tiempo. Cada vez que paso por aquellos lugares que nos vieron crecer los veo a todos ustedes saliendo de cada esquina; sonrío y regreso a los años cuando la vida se encargó de juntarnos para vivir todos esos momentos de gran relevancia que hoy se pierden entre los escombros. Igual entre la mugre que va dejando ese viejo camión me reconozco y heme aquí buscando una explicación del porqué tenemos que resignarnos al olvido. Una casa que ahora es escombros minutos antes ocupaba un lugar especial en nuestros corazones, y no solo representaba una parte de la historia del puerto, sino que también tenía un valor sentimental para todos nosotros.

Pero ¡hombres!, ningún camión podrá llevarse lo que fuimos porque allí siguen ustedes, mis cheis, escondidos o correteando de un lado para otro, dándole vida a las calles Bolivar y Blondet, rompiendo el silencio del tío César Colona, rompiendo también bien sádicos los trompos -a quiñes- para reír a carcajadas de la cara de tonto que ponía el dueño, saludando a la tía Teresita Caballero, escuchando las llamadas telefónicas de la Sra. Delfina, que no hablaba sino perifoneaba, y más, muchas más escenas que harían un libro de lo que fuimos.

 


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